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martes, 26 de agosto de 2014

Sudán del Sur, Guerra, hambre y muerte consecuencias de la grave apatía internacional



La crisis alimentaria en Sudán del Sur es cada vez más grave, aseguró Marcos Goldring, jefe de la fundación británica Oxfam para la lucha contra la pobreza. Los combates del conflicto civil en el país impidieron la plantación de cultivos antes del inicio de la temporada de lluvias.
Goldring, quien se encuentra en Malakal, en el norte del país, le dijo a la BBC que las tormentas e inundaciones devastaron el campo de refugiados en la ciudad.
Su advertencia se produce después de que los dos bandos en la guerra civil de Sudán del Sur reafirmaran su compromiso a un alto el fuego, en una cumbre regional realizada el lunes en Addis Abeba. El presidente Salva Kiir y su rival Riek Machar se propusieron un plazo de 45 días para formar un gobierno de transición de unidad nacional.
Al menos 10.000 personas han muerto en Sudán del Sur desde que comenzó una nueva ola de combates en diciembre.
La situación en el propio Sudán del Sur se ha visto deteriorada a finales de 2013 tras la violencia desatada entre facciones rivales en el seno del Movimiento para la Liberación del Pueblo de Sudán y el Ejército para la Liberación del Pueblo de Sudán. Estos últimos enfrentamientos han desplazado a más de 180.000 sursudaneses dentro del país y unos 10.000 han cruzado la frontera hacia países vecinos como Uganda o RDC, mientras 57.000 civiles han buscado refugio en 10 complejos de Naciones Unidas en todo el país. Por otro lado, la situación de inseguridad está dificultando los trabajos de las agencias humanitarias en el país.
El hambre del miedo
Hasta ahora 1,3 millones de personas han tenido que abandonar sus casas/Álvaro Barrantes.
Organizaciones de ayuda humanitaria señalaron que el país podría sufrir la peor hambruna desde mediados de la década de 1980, cuando la desnutrición mató a un millón de personas en el este de África.
Al menos 50.000 niños menores de 5 años están en riesgo de morir de hambre en los próximos meses, advirtió la embajadora de Estados Unidos ante la ONU, Samantha Powers.
Los combates en la nación que consiguió la independencia de Sudán en 2011 se han producido en medio de las profundas diferencias de las líneas étnicas, con la comunidad dinka de Kiir luchando contra la nuer de Machar.
Más de un millón de personas han sido desplazadas por la violencia y más de 400.000 han huido del país.
Xavier Aldekoa, corresponsal en África de La Vanguardia, nos acercá en dos intensos artículos a la realidad del más nuevo país del mundo.
A la pequeña Nyachan Samuel la vida le salió cruz desde muy pronto. Si lloró para protestar, los tiros debieron ahogar aquel llanto: su madre la parió dos semanas después de que el 15 de diciembre Sudán del Sur cayera en el abismo de la guerra civil.
Nyachan tuvo que hacer sitio a su hermana gemela que, a falta de pan, trajo bajo el brazo la decisión más difícil que el hambre puede obligar a tomar a una madre. Tras huir de las matanzas en Malakal, en el norte del país, escondida a la orilla del Nilo sin apenas comida, la mujer vio pronto que Nyachan, enferma y débil, tenía menos posibilidades de sobrevivir. Así que tomó una medida desesperada: alimentó a la hija con más opciones de vivir.
Por eso, cuando en julio la madre llega a la clínica de Médicos Sin Fronteras a las afueras de la ciudad, las niñas no parecen hermanas. A sus ocho meses, Nyachan pesa tres kilos cuatrocientos -como un recién nacido en España- y su hermana el doble. Nyachan tiene la piel pegada a los huesos y mantiene los ojos abiertos y la mirada vacía. Le han regalado un patito de peluche amarillo que no tiene fuerzas para apretar.
Sudán del Sur se asoma a la peor hambruna en África de los últimos treinta años. A diferencia de la crisis que en el 2011 mató a un cuarto de millón de somalíes, aquí el hambre no ha sido provocado por una sequía o un desastre natural. El país más joven del mundo, que se independizó del norte hace tres años, se muere de hambre por miedo.
Las matanzas de hasta 10.000 civiles han obligado a huir de sus casas a 1,3 millones de personas y a refugiarse en países vecinos a 450.000 más. Familias enteras se alimentan con hojas y raíces desde hace meses. Como por la guerra casi nadie puede cultivar, la sentencia de muerte ha iniciado la cuenta atrás: cuando se acabe la ayuda humanitaria, morirán.
Hasta ahora, se han recibido sólo un 40% de los fondos necesarios para alimentar a cuatro millones de sursudaneses en riesgo de morir de hambre. La ONU se resiste a declarar aún la hambruna; un término que responde a porcentajes de malnutrición concretos, pero para cuando las estadísticas cuadren y el mundo se movilice, será tarde. Ya pasó en Somalia: la mitad de los muertes se produjeron antes de que se etiquetara la emergencia como hambruna.
Malakal es una de las ventanas a la tragedia. Hace ocho meses era una de las ciudades más grandes del país, con 140.000 habitantes. Hoy es una ciudad fantasma, llena de edificios saqueados, paredes agujereadas y vehículos calcinados. "Cuando llegaron los rebeldes nos dijeron que permaneciéramos en casa, que no nos pasaría nada; luego vinieron a matarnos", explica Nyole Sabino, que fue profesor y ahora es un lisiado. La misma ráfaga de AK47 que mató a cinco colegas, a él le astilló la tibia. Le tuvieron que amputar la pierna derecha por debajo de la rodilla. Nyole no está muerto porque, cuando le iban a dar el tiro de gracia, uno de los atacantes, exalumno, le reconoció y le dejó vivir.
"Cuando la barbarie empezó entraron en el hospital y dispararon a enfermos que no eran nuer", explica. Unas 15.000 personas se apelotonaron asustadas a las puertas de la base de la ONU. Quien tomó la decisión de abrir la puerta les salvó la vida y creó un monstruo: miles de personas se apiñan desde hace medio año entre el barro y la basura. Si llueve -y en Sudán del Sur diluvia con ganas- las callejuelas se llenan de lodo y el agua putrefacta inunda los refugios.
Nyole se arrastra dentro de su refugio y muestra sus títulos y libros. Eso y las muletas es lo único que tiene. Mientras habla, oímos los gritos de una anciana enferma en la tienda de al lado, que morirá dos días después. Nyole enseña un libro con las fotos de Martin Luther King y Nelson Mandela.
-"¿Crees que puede haber paz?", le pregunta el enviado del periódico La Vanguardia.
-"Yo ahora lo que quiero es matarlos a todos", respondió Nyole.
En el campo de desplazados se han instalado también varias oenegés -la mayoría no sale del recinto vallado por seguridad- y transitan cascos azules bangladesíes e indios. Como Malakal ha cambiado de manos varias veces, no hay uniformidad étnica entre los desplazados. Todos son víctimas y verdugos. Primero militares dinkas asesinaron a los nuer, después milicias nuer a los demás. Ambos pueblos, mayoritarios en un Sudán del Sur con sesenta etnias distintas, se distinguen por el acento y las escarificaciones en el rostro. Las cuatro líneas horizontales en la frente de Nyole le convierten en dinka. "Un profesor nuer se fue con los rebeldes porque, si se quedaba, los dinkas irían a por él".
Es una guerra donde las cicatrices y el acento deciden en qué lado matas o mueres, pero a orillas del Nilo se lucha por poder y recursos. Después de Nigeria y Angola, es el tercer país subsahariano con más reservas de petróleo. La deriva autoritaria de Salva Kiir, presidente y dinka, acabó con la expulsión del gobierno de Riek Machar, líder nuer, a quien acusó de urdir un golpe de estado. La caja de Pandora se abrió y ambos bandos alientan desconfianzas históricas. Que después de cuarenta años de guerra con el norte cada pastor de vacas tenga un kaláshnikov tampoco ayuda a la paz.
Tanta guerra ha hecho que los sursudaneses hayan aprendido a mirar a las nubes para saber cuándo correr. "Ahora los caminos están cortados -dice Nyole-, pero cuando deje de llover volverá la guerra". La lluvia acaba en septiembre. El desastre será inevitable.

Perdidos en el Nilo
Uno de los jóvenes armados que se han convertido en guardianes de las islas donde se esconden miles de personas/Xavier Aldekoa
Perdidos en el Nilo
La lancha a motor avanza con el morro en alto y atropella la lluvia. El capitán, un tipo serio que no ha abierto la boca en dos horas de viaje, gira el timón y la embarcación se cuela en un canal estrecho rodeado de vegetación. Una garza imperial, importunada por el silencio roto, alza el vuelo majestuosa. Tras varios giros, nos topamos de frente con una isla y cuatro chozas hechas de ramas y plásticos. Un hombre amarra una canoa de madera a una estaca y una mujer rodeada de niños sale a recibirle. Esa isla es un refugio. La guerra en Sudán del Sur ha empujado a 300 familias a esconderse en diecisiete islas al sur de la ciudad de Bor, escenario de los peores combates entre gobierno y oposición. Huyeron de la muerte y temen regresar a tierra firme. Llevan meses así; perdidas en el Nilo.
Mador Madit, el hombre de la canoa, aún tiene el miedo atravesado en la garganta. Salvar a los suyos le costó diez viajes por el río con los dedos cruzados. Primero tocó correr. Cuando el tejado de paja de su choza empezó a arder, su esposa Nhial, él y dieciocho hijos, primos y tíos ya hacía rato que huían hacia el Nilo. Hacia la única salida. Luego, la vida de la familia estuvo en los brazos de Madit. Su canoa de pescador, un tronco vacío y estrecho, es tan inestable que sólo pueden viajar una o dos personas a la vez, pero aquel día era una cuestión de vida o muertes, así que en cada trayecto a la isla, Madit llevó a cuatro personas. Y aunque los silbidos de las balas se oían cada vez más cerca, regresó una y otra vez hasta que todos estuvieron a salvo.
Pero lo que vio en el último de esos trayectos se le ha quedado grabado en la memoria. Mucha gente, desesperada, se abalanzó sobre las pocas embarcaciones que huían y las hicieron volcar. "Unos pocos sabían nadar, pero la mayoría desapareció en el agua", recuerda. Otros murieron en tierra firme, asesinados por "fantasmas blancos". En los últimos meses el ejército Blanco, una milicia, nuer que el líder opositor Riek Machar -también nuer- jura no controlar, ha quemado casas, robado vacas y matado a cientos de personas. No es la única guerrilla que ha hecho estragos en la región, pero la sola mención a los soldados blancos provoca terror. El nombre procede de la costumbre de sus miembros de cubrirse la piel con ceniza blanca de estiércol de vaca para protegerse de los mosquitos.
La milicia es una de las mil raíces del conflicto que hoy mata de hambre a Sudán del Sur. Formada hace veinte años para defender los rebaños de los nuer de los robos de las tribus vecinas -o para robar ellos primero-, su ferocidad fue útil en la segunda guerra civil de Sudán (1983-2005) cuando el enemigo era común. Como ocurrió con otros grupúsculos sin disciplina ni autoridad -apenas un sentimiento de tribu-, se les armó porque entonces su mirilla apuntaba al enemigo común: Jartum, la capital de Sudán. Pero cuando Sudán del Sur se independizó del en 2011, aquel veneno permaneció.
Las peleas por el robo de ganado o el secuestro de mujeres que hace siglos se dirimían a pedradas, ahora lo hacen se balazos. desde siempre, es más fácil robar armado y llamarlo causa de guerra.
A Madit le quitaron seis vacas, cabras y su pasado. Ya no volverá jamás a su aldea. "Nuestra vida está en la isla; si hay paz quizás podríamos volver, pero siempre hay guerra; aquí estamos bien", dice. Madit se siente un hombre con suerte porque ha formado un hogar de su islote, donde crecen buenas mazorcas. Sus hijos roen el grano tostado en las brasas y comen el pescado que trae el padre. Madit no sólo pesca para ellos. "En esta isla hay 200 personas, a veces regalo el pescado a quien lo necesita", dice. El río en el que ha trabajado toda su vida es una fortaleza porque permite ver al enemigo acercarse y esconderse entre la maleza. O donde se pueda.
Río arriba, en la isla Majak, vive Knol Nyok, que dice tener 75 años, aunque no recuerda el año en que nació. Cuando destruyeron su aldea, huyó con su familia hasta una isla cercana. Desde allí, escondido entre los juncos con el agua al cuello, vio como los asaltantes saqueaban las casas y mataban a sus vecinos. Ahora que los combates han disminuido, algunos han dejado sus escondites del Nilo, pero según la ONU en los peores momentos de la lucha en Bor, en marzo y abril, hasta 3.700 familias ocuparon decenas de islotes al norte y sur de la ciudad.
A Knol le da igual quedarse solo en la isla; él no quiere irse. "Ya soy viejo, si hay un nuevo ataque no me daría tiempo a llegar aquí", dice. Muchos refugiados en las islas son ancianos que han perdido a sus familias o que temen no poder correr cuando aceche la muerte.
El miedo joven es de otro tipo, más desafiante. A veinte metros de donde Knol remienda una red vieja y hierve cabezas de pescado en una olla, un grupo de chicos observa el río. Algunos llevan pantalones cortos y el torso desnudo, otros túnicas y sandalias y uno de ellos viste la camiseta suplente del Arsenal. Son los guardianes de las islas. Dos de ellos sujetan Kalashnikovs y otro una lanza que, dice, utiliza como arpón para pescar. El más joven carga el arma vacilón y simula apuntar a un enemigo imaginario. Si los ataques se repiten, el ejército tarda varios días en llegar, así que ellos defienden lo suyo.
Lleva la voz cantante Ayis Marah, vestido con una chaqueta militar que, asegura, le regalaron cuando el ejército llegó para echar a los rebeldes. Ahora ellos son la ley. "Llevamos armas porque los rebeldes vienen a matar a los civiles. Cuando llegan, les disparamos", dice. Al viejo Knol le gusta que esos chicos estén cerca porque está harto de tener miedo y así se siente protegido. Sólo se sobresalta a veces, cuando los chavales disparan a algún cocodrilo o hipopótamo por diversión.

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El campo de desplazados de Mingkaman, en Awerial, se ha convertido en refugio para casi 100.000 personas,
Más de medio años después que estallara el conflicto en Sudán del Sur, un tercio de la población, 4 millones de personas, sufre inseguridad alimentaria. Cifra que podría aumentar a 7 millones a finales de este año si no reciben más ayuda. En este breve periodo de tiempo, los enfrentamientos se han cobrado miles de vidas y destruido los medios de subsistencia de millones más.
Además de la falta de comida y la violencia, la población se enfrenta a otra amenaza: el cólera. El brote de esta enfermedad altamente contagiosa se detectó en Juba a mediados de mayo y, aunque las medidas de prevención y tratamiento son sencillas, las vidas de miles de personas están en peligro debido a la falta de financiación para esta emergencia. Ya se han detectado 1.500 casos, según estimaciones de diversas ONGs.

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